miércoles, 16 de marzo de 2016

La desnudez del alma

Quién lo diría, cariño, ayer me di cuenta de que no recuerdo qué día lo hicimos por primera vez. Estarás extrañada, imagino, ya que, como bien sabes, fue mi primera vez y significó mucho para mí. Recuerdo hasta el más mínimo detalle de aquel día, pero no la fecha, así me propuse rememorarlo de principio con la intención de encontrar en ese alegre caos memorístico alguna pista que me permitiese situar aquel mágico momento en el tiempo. Tú, que ya me conoces, sabes que cuando hago esto me encierro en mi cabeza y es como si volviese a vivirlo todo otra vez.
Tus padres se habían ido de viaje un fin de semana y tú me invitaste a venir. Recuerdo encaminarme hacia tu casa y el frío de aquella mañana vuelve a dejarse sentir en mi piel, siento otra vez el cansancio de pedalear en la bici durante dos horas, el precio en tiempo y sudor que tenía que pagar para verte. Veo la puerta de tu casa abrirte mientras los nervios y la angustia campan a sus anchas en mi cabeza, pero todo eso se desvanece en el momento en que te miro por una sola razón: estabas llorando.
Habías pasado la última hora discutiendo con tu padre por teléfono y aquello no había acabado bien. Me contaste como él nunca iba a aprobar que eligieses estudiar bellas artes y que ignoraras su propuesta/orden de estudiar derecho con vistas a heredar la dirección de su próspero bufete de abogados. Yo intenté consolarte, algo en mi naturaleza simplemente no podía soportar que sufrieses daño alguno. Nos sentamos en el sofá de tu salón y las frases tranquilizadoras se fueron lentamente interrumpiendo con besos y caricias. Yo, guiado por mis instintos más básicos, deseaba que dejásemos de hablar para usar los labios con otros propósitos, pero poco a poco el sonido de tu voz se tornó hipnótico y solo pude escucharte. De forma pausada pero ininterrumpida te desnudaste ante mí sin quitarte una sola prenda de ropa. Empezaste, por alusión a lo que había pasado, hablando de tu pasión por el arte y de cómo esa capacidad de crear belleza que tienen los artistas era lo que más ansiabas en el mundo, pero con  el tiempo, me enseñaste cada recoveco de tu alma. Bajaste uno a uno los escudos que los golpes de la vida te habían hecho levantar y me guiaste por lugares por partes de ti tan profundas que ni siquiera tú misma las habías conocido. Contemplé aquel claroscuro lleno de matices que eras tú y supe que no vería nunca cuadro más hermoso, y es que, incluso habiendo conocido todas tus sombras, las acepté sabiendo que traían consigo toda la luz que irradias.
Por momentos, una certeza se iba abriendo paso en mi mente con el objetivo de acaparar la mayor atención posible: desde aquel momento todas tus pasiones y objetivos serían también los míos, así como tus tristezas y tus alegrías. Para entonces yo también me había desnudado, y era consciente de que el mismo pensamiento estaba surcando tu cabeza. Me di cuenta de que nada en el mundo podría hacerme tan feliz, ya que ahora mi alma tenía dentro parte de la tuya. Aquel día lo hicimos cariño, nos amamos por primera vez.
Sigo sin recordar el día en que todo eso ocurrió, pero recordar aquel día me ha hecho recordar también que el amor, como tu bien sabes, no entiende de fechas. Al final solo muere lo que olvidas y, aunque creas que estás muerta porque nunca podrás leer esta carta, quizá olvidas que tu alma sigue viva en mí y que lo que sentimos aquel día trasciende épocas y lugares, porque está en todo ser humano el deseo y la capacidad de amar a otro, y nuestra historia existirá siempre y se revivirá cada vez que dos personas sientan lo mismo que sentimos nosotros. A ti talentosa artista, te escribe tu obra cumbre, aquella hecha con el mejor material del mundo y esculpida con las mejores herramientas para decirte que nunca ha dejado de amarte desde que empezó a hacerlo aquella mañana de invierno.
*Escrito en la lápida de una famosa escultora*